En las escaleras principales del Castillo de Chapultepec se puede apreciar El sacrificio de los Niños Héroes, del pintor jaliciense Gabriel Flores García. Se trata de una obra impactante y conmovedora. Al fondo, un ejército, espectral y amenazante, ondea el estandarte de las barras y las estrellas. Al centro del mural, el rostro del joven cadete que se lanza al vacío, con la bandera nacional, expresa el sentimiento de desamparo –de fatalidad incluso– que marcó a los mexicanos que vivieron la invasión estadounidense.
Han pasado casi dos siglos desde aquel septiembre de 1847. México perdió la mitad de su territorio, pero su supervivencia como nación soberana no está en tela de juicio. La región norteamericana posee una de las economías más integradas del mundo. Donald Trump ya no es el inquilino de la Casa Blanca (y está cada vez más cerca de mudarse a prisión). Las playas y los barrios de moda de las ciudades mexicanas hospedan, como nunca antes, a una creciente comunidad de nómadas digitales estadounidenses, que no cargan bayonetas, sino laptops. Aun así, me parece que esa experiencia temprana con el imperialismo yanqui, y los mitos nacionales que surgieron a raíz de ella, dejaron una marca indeleble, para mal, en la forma de relacionarnos con nuestros vecinos.
El Colegio de México me invitó a participar en un ciclo de conferencias para funcionarios de la embajada de Estados Unidos. Acepté con mucho gusto. Hace unos días, comenté esto a dos buenos amigos, profesionistas extraordinarios, que aprecio y respeto profundamente. Para mi sorpresa, ambos reprobaron de forma tajante mi participación en el evento dirigido a personal diplomático de Estados Unidos. En su opinión, los agentes estadounidenses desplegados en México operan primordialmente en contra del interés nacional y son, en esencia, indiferentes a la violencia que los mexicanos padecemos de forma cotidiana; no se puede confiar en ellos.
No soy ingenuo. Las autoridades norteamericanas, como las mexicanas, tienen sus propias agendas económicas, políticas y hasta personales. Como cualquier actor racional y autónomo, usan la información, los contactos y los recursos a su disposición para promover dichas agendas. También es cierto que, en ocasiones, desde la DEA o desde el Departamento de Justicia se han impulsado estrategias que han sido, efectivamente, lesivas del interés nacional. Eso es lo que ha ocurrido de manera recurrente con los arrestos, e intentos de arrestos, de capos que se ejecutan de forma apresurada (esta fijación con los arrestos es más o menos universal, pocas tentaciones son más irresistibles para los gobiernos que presumir detenciones de alto perfil, aunque luego sean contraproducentes o terminen en pifia).
Sin embargo, también tengo la convicción de que, actualmente, los puntos de coincidencia dominan la relación bilateral en lo que a seguridad concierne, sobre todo porque la pacificación del territorio mexicano es importante para ambos países. Estados Unidos quiere esta pacificación, en primer lugar, porque México es el lugar de residencia de un creciente número de estadounidenses (sólo de 2018 a este año, el número de tarjetas de residente temporal que el INM emitió para ciudadanos de Estados Unidos aumentó 64 por ciento). En segundo lugar, porque las tensiones con Rusia y China también han hecho que las cadenas de suministro que pasan por México sean más importantes que nunca para la industria norteamericana. Desafortunadamente, esto ocurre en un momento en el que las grandes organizaciones criminales han desarrollado modelos de extorsión y robo masivo que golpean incluso a las empresas más grandes, y que pueden llegar a paralizar la producción en algunas de las mayores plantas del país.
En términos de construcción de paz, ya hay algunos ejemplos importantes de colaboración binacional. El apoyo de autoridades y cámaras empresariales norteamericanas fue crucial, por ejemplo, para que Baja California Sur resolviera con éxito la crisis de violencia criminal que amenazaba con destruir su industria turística a fines del sexenio de Peña Nieto. También es justo reconocer que algunas de las agencias y funcionarios estadounidenses que operan en México impulsan una agenda de fortalecimiento institucional y promoción a los derechos humanos, y han contribuido a financiar iniciativas muy importantes en dichos temas.
El principal obstáculo para una relación bilateral más fructífera es superar la desconfianza que todavía prevalece, de ambos lados. Tal vez por eso el embajador Ken Salazar se ha esmerado de manera inusual en parecer cercano a López Obrador (lo que ya le ha valido algunas críticas en su país). También por eso me parece importante seguir participando en todas las iniciativas que busquen profundizar el diálogo y estrechar los canales de comunicación con funcionarios, académicos y líderes de opinión estadounidenses. La crisis de violencia en México es un problema complejo y enraizado, que en muchos aspectos supera las capacidades de respuesta de nuestras instituciones. Es un problema al que no nos metimos solos, pues tiene en su origen el inmenso flujo de dólares que generó el tráfico de drogas hacia Estados Unidos, y que los grupos criminales mexicanos aprovecharon para reclutar sus ejércitos privados. Tampoco es un problema del que podamos salir solos.
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