En la conferencia mañanera de ayer escuchamos al presidente López Obrador explicar por qué, desde su punto de vista, no le alcanzará el tiempo para “reparar todo el daño que ocasionó el neoliberalismo o neoporfirismo”. Momentos antes había comentado “mis adversarios hablan de que todo le echo la culpa al pasado, pero lo cierto es que apostaron y se esmeraron en destruir al país (sic)…”.
Lo dice un presidente cuya visión sobre el papel y el diseño del gobierno corresponde a una época que se ubica entre 1958 y 1982, sí una visión del siglo pasado. Sabemos que es un presidente al que le incomodan las instituciones modernas que se han creado, no solo en México sino en muchos otros países, para acotar los excesos de los gobiernos de aquellas épocas que tanto añora. Y bueno, como le incomodan porque justamente fueron creadas para evitar que diversas decisiones o acciones de gobierno siguieran ocurriendo bajo la influencia perversa de motivaciones políticas exclusivamente; para evitar que los caprichos o las ocurrencias se impusieran sobre criterios objetivos a la hora de adoptar una decisión de política pública.
Desde principios de los años ochenta, los diversos gobiernos que se han sucedido en nuestro país, así como las diversas fuerzas políticas, iniciaron un proceso que buscaba modernizar el andamiaje institucional del sector público de México, así como para modernizar el marco legal que debía regir la actuación de todas las instituciones que conforman el Estado Mexicano. Como en cualquier proceso de adecuación de las instituciones existentes y construcción de nuevas, surgieron espacios que dieron lugar a los excesos en diversos casos, o bien, que se cometieron errores en el diseño que dieron lugar al oportunismo político o administrativo, por llamarlo de alguna forma. Es decir, sí, hubo defectos de diseño institucional que bien podían haber sido corregidos, ya sea mediante un reforzamiento de competencias previstas en el marco legal o de correcciones a leyes para cerrar los espacios o las ventanas de oportunidad aprovechados por aquellos que buscan obtener un beneficio de ese tipo de defectos de diseño institucional.
Sin embargo, lejos de iniciar un proceso de revisión guiado por la madurez política, el gobierno del presidente López Obrador inició un proceso de desmantelamiento institucional guiado por el rencor, la revancha y las ocurrencias. Hemos sido testigos del desprecio por la autonomía de instituciones; del desprecio por la transparencia ordenada y basada en un método; del desprecio por la experiencia administrativa; del desprecio por el conocimiento y la acumulación de capital humano.
Esa visión que, privilegia el uso discrecional y caprichoso del poder para coptar, descarrilar o aniquilar políticamente a los adversarios se ha traducido en un estancamiento de la economía, al mismo tiempo que en una incapacidad para reducir de manera significativa el ambiente de inseguridad y de violencia que padecen los mexicanos.
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