La Administración de Biden evita el estallido de una crisis con el fin de la medida de Trump que permitía la expulsión de personas en caliente. El cambio no ataja los problemas en la línea divisoria ni entre los gobiernos de ambos países
A las 21.59 en punto de este jueves, hora de El Paso (Texas), Estados Unidos y México estrenaron una nueva era marcada por la incertidumbre en sus largas y complejas relaciones fronterizas. No siempre es fácil fijar el momento exacto en el que las cosas cambian, pero esta vez sí lo fue: en ese preciso instante, 40 meses y dos prórrogas judiciales después, cayó al fin el Título 42, una medida temporal decretada por Donald Trump para detener el avance de la pandemia que permitía la expulsión en caliente de migrantes sin un debido proceso. En su lugar, seguirá en vigor el Título 8. Ambos operaron conjuntamente en estos algo más de tres años. El cambio trae en la práctica un endurecimiento de las condiciones para lograr el asilo de consecuencias aún impredecibles. Lo único seguro es que los migrantes siguen llegando a la frontera en cantidades récord y que los problemas entre ambos países continúan lejos de estar resueltos.
La norma que ahora decae cambió profundamente durante este tiempo las leyes de la frontera. Y la perspectiva de su final ha abocado a la divisoria entre ambos países, una línea de 3.200 kilómetros de longitud blindada estos días por 24.000 agentes, a una de las mayores crisis que recuerdan los habitantes de ambos lados. Esa crisis fue creciendo al ritmo del crónico desmoronamiento de las condiciones de vida de Venezuela, Nicaragua o Haití. Ciudadanos de esas procedencias seguían este jueves llegando a pie, cruzando hasta seis países, asediados por calamidades indecibles y guiados por la desesperación. En los últimos días, decenas de miles de ellos (10.400 solo el miércoles) trataron de cruzar a Estados Unidos antes de que fuera demasiado tarde. Las autoridades calculan que al otro lado de la frontera, 60.000 personas aguardan en estos momentos para dar el salto. Algunos medios fijaron esa cifra en torno a 150.000.
Dieron las 21:59 y no sobrevino la invasión que durante meses vaticinaron las voces más extremas del Partido Republicano. Más bien al contrario, en la atareada puerta 42, situada a unos 18 kilómetros al este de El Paso, uno de los puntos más calientes de la frontera, reinaba la inquietante calma de la noche en el desierto mientras unos 400 migrantes que se habían entregado a los patrulleros estadounidenses esperaban al otro lado a su “procesamiento”.
Durante el día, los agentes fueron sacando por esa puerta a hombres y mujeres solos y a familias con niños pequeños que saludaban desde las ventanillas de los autobuses blancos y las camionetas sin identificar. Los vehículos los transportaron a los centros en los que los oficiales de migración decidían si les aplicaban el Título 42 y los expulsaban de inmediato, o si eran elegibles para el Título 8 y comenzaban un proceso para determinar si eran merecedores de asilo. Con los llegados a partir de las 22:00, no había duda posible: todos caían dentro del marco del Título 8.
Es la misma norma que permitió a la Administración de Barack Obama deportar a más de tres millones de migrantes en ocho años, pero con algunas novedades. Por ejemplo, aquellos que quieran solicitar asilo y puedan demostrar que tienen motivos para ello (porque sean víctimas de persecución política, del acoso de la violencia o porque su vida corra peligro en sus países de origen) están obligados a pedirlo antes de emprender su travesía mediante una aplicación para móviles llamada CBP One. Si llegan a Estados Unidos sin haber cumplido con ese requisito, acabarán deportados. Lo mismo sucederá si los detienen tratando de pasar irregularmente.
A diferencia de las reglas del Título 42, que en las últimas semanas solo se estaba aplicando en un 17% de los casos y preveía expulsiones rápidas pero sin consecuencias legales, esas deportaciones permiten a los que vayan a ser devueltos permanecer entre tanto en suelo estadounidense, pero acarrea consecuencias tan graves como la prohibición de volver a intentar entrar durante al menos cinco años. Y los que sean descubiertos tratando de hacerlo de nuevo en ese tiempo se exponen a penas de prisión en Estados Unidos.
El jefe de la Patrulla Fronteriza, Raúl Ortiz, que había viajado a El Paso desde Washington para supervisar personalmente la transición, explicó por la tarde del jueves en el lado estadounidense que en las “últimas 48 horas” se habían concentrado “hasta 2.500 personas” en la otra parte de la Puerta 42, entre el río Grande y la valla de seis metros de altura que los separa del sueño de una vida mejor, un trozo de suelo polvoriento donde el sol cae sin misericordia. Es ya territorio estadounidense, aunque en la práctica es tierra nadie. “Estamos trabajando para procesar y transportar esos migrantes, priorizando a los grupos más vulnerables, y del modo más seguro y eficiente que podamos”, dijo. “Continuaremos con este proceso en las próximas 24 horas”. Ortiz añadió que el número de personas bajo custodia a lo largo de toda la frontera ascendía este jueves a 27.000.
En Ciudad Juárez, en los diferentes pasos, la sensación era más bien de urgencia, como cuando uno siente que si no se apresura le cerrarán la puerta en las narices. Jessica, voluntaria de una ONG, contaba ante kilómetros y kilómetros de alambre de espino que nunca había visto la zona tan militarizada. Se sucedían sobre el terreno decenas de camionetas de la patrulla fronteriza y otras tantas de la policía estatal de Texas, un destacamento enviado por su gobernador, Greg Abbott, para contener una ola migratoria que, pese a la sobreactuación del político durante toda la crisis, no fue el tsunami que anticipaba. Inasequible al desaliento, tuiteó lo siguiente tres horas antes del final del Título 42: “En lugar de proteger a nuestra nación, Joe Biden está abriendo las compuertas en nuestra frontera sur”.
Lejos del la histeria del gobernador tejano, que lleva semanas tratando de sacar el mayor rédito político posible la situación, los tres puentes que unen Ciudad Juárez con El Paso lucían al dar las 21:59 la calma habitual a esas horas.
Tampoco se registraron incidentes en Yuma, ciudad en la frontera de Arizona y California, donde los migrantes recibieron la buena noticia de que el Servicio de Aduanas y Protección Fronteriza (ICE, en sus siglas en inglés) piensa liberar este viernes a 140 de ellos de los centros para evitar el hacinamiento. Saldrán a la calle con la condición de que se vuelvan a presentar en un plazo de 60 días.
Es solo otro ejemplo de las medidas extraordinarias que han venido tomando las autoridades federales, estatales y locales para evitar que llegara el gran momento sin los deberes hechos. Es difícil exagerar cuánto se juega el presidente Joe Biden con este asunto, que será clave durante la campaña presidencial de 2024, en la que aspira a la reelección. Se trata de uno de sus flancos más débiles frente a los ataques de los republicanos, que pintan un panorama apocalíptico bajo su gestión y este jueves aprobaron una dura propuesta de ley fronteriza en la Cámara de Representantes, que no tiene visos de pasar el trámite de un Senado de mayoría demócrata. Se trata de arreglar un desbarajuste que, aseguran, estaría permitiendo la entrada en el país de delincuentes en masa, así como de toneladas de fentanilo, una droga extremadamente letal.
El mantra oficial, repetido una y otra vez por el secretario de Seguridad Nacional, Alejandro Mayorkas, (y también por los agentes sobre el terreno) es que el fin del Título 42 no significa que la frontera quede “abierta”. El jueves, Mayorkas aventuró, eso sí, que se avecinan “días y semanas difíciles”. Biden, por su parte, fue un poco más allá al admitir que la situación puede volverse “caótica en la frontera sur”. Todo dependerá de si los migrantes hacen caso al secretario de Seguridad Nacional, que el miércoles les exhortó a que no arriesgaran sus vidas para llegar a Estados Unidos, o dan crédito al efecto llamada de quienes, una paradójica amalgama de republicanos y traficantes de personas, les quieren hacer creer que la divisoria será a partir de este viernes más porosa que nunca.
En Tijuana, otro de los puntos emblemáticos de esa línea, situado a 1.200 kilómetros de El Paso, un repartidor de comida a domicilio servía pizzas y nachos a los migrantes congregados entre los huecos del muro que separa la ciudad mexicana de San Diego (California). Sumaban unos 300 en un pequeño campamento que se empezó a formar cuando la Administración de Biden anunció el inminente cambio de las reglas y era este jueves la única señal de los efectos del final del Título 42.
“No ha cambiado nada para ellos porque están bien informados”, dijo el director del centro Embajadores de Jesús, Gustavo Banda, que alojaba este jueves a 1.670 migrantes que esperan, como otros miles en la ciudad fronteriza, conseguir una cita en la aplicación CBP One que les permita iniciar el proceso de asilo. Angie Manzanares es una de ellas. Colombiana de 25 años, se mostró determinada a “no hacer las cosas por las bravas”. “¿Para qué iba yo a arriesgar a mi hijo y mi propia vida, para tratar de pasar a las malas? Me gano una deportación, y no aquí, sino de vuelta a Colombia”, señaló.
A partir de este viernes, las devoluciones serán “inmediatas”, prometió Mayorkas, y rumbo a los países de origen siempre que sea posible. No lo será en el caso de los ciudadanos de Venezuela, Cuba, Haití o Nicaragua, países con los que no existen acuerdos de devolución, y para los que el Gobierno de Biden ha pactado con el de Andrés Manuel López Obrador que permanezcan en México. Las autoridades estadounidenses fletaron entre el miércoles y el jueves dos aviones con migrantes expulsados rumbo a Honduras y Guatemala desde el aeropuerto de El Paso.
Los últimos del Título 42 llegados a la ciudad tejana lo hacían con la esperanza de que los permitan quedarse en el país, o que si los expulsan, esa expulsión al menos no sea una deportación que quede registrada en su historial. En los últimos días, centenares de personas que cruzaron ilegalmente y dormían en las calles del centro de la ciudad aceptaron entregarse. A algunos los expulsaron, pero muchos de ellos recibieron unos papeles que les permiten viajar libremente por el país. Los que no han emprendido ya esos viajes, rumbo a ciudades como Denver, donde confían en la benevolencia de las autoridades locales, o Nueva York u Orlando, en busca de familiares y amigos, vagaban este jueves por la mañana por las calles que rodean la Iglesia del Sagrado Corazón, en las que llegaron a vivir hasta 2.500 de ellos, pidiendo una ayuda para comprar los pasajes.
Los que salían de los centros de procesamiento portaban un papel con una cita para presentarse a las autoridades migratorias. Les daban plazos más o menos largos, desde unas pocas semanas a cuatro años, para presentarse ante un juez que decida sobre su caso. Muchos de ellos, se calcula que en torno a un 80%, no lo hacen nunca.
La nueva era también trajo los primeros desafíos judiciales. La Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU, en sus siglas en inglés) presentó una demanda contra la Administración Biden por lo que consideran un veto al asilo. La organización no gubernamental de tendencias progresistas cree que el ajuste de Biden “copia” las prohibiciones que Trump impuso al ingreso y tránsito de los solicitantes de asilo. “Lo prohíbe para cualquiera que haya transitado por otros países en su camino a Estados Unidos, a excepción de los pocos que pueden lograr una cita para presentarse en persona”, indicó la organización en un comunicado difundido por la noche.
Por su parte, un juez federal de Florida bloqueó durante dos semanas la medida adoptada por la Administración de Biden que permitía que la Patrulla Fronteriza libere a los inmigrantes que se han entregado y están en los centros de procesamiento a lo largo de la frontera. Estaba previsto que Washington apele la decisión lo antes posible.
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